terça-feira, 15 de novembro de 2016

26. Pedro Páramo: Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua - Juan Rulfo

Juan Rulfo




26. Pedro Páramo: Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua





Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos. 

Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara: 

-¿Eres tú, Bartolomé? -preguntó. 

Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor. 

Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó: 

-¡Justina! 

Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada. 

-¿Qué quieres, Susana? 

-El gato. Otra vez ha venido. 

-Pobrecita de ti, Susana. 

Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó: -¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina. 

-Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola, Susana. 

-Entonces era él -y sonrió-. Viniste a despedirte de mí -dijo, y sonrió.



Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho: 

-Baja, Susana, y dime lo que ves. 

Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera. 

-No veo nada, papá. 

-Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo. 

Y la alumbró con su lámpara.

-No veo nada, papá. 

-Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo. 

Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa: 

-Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo. 

Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando en el «no encuentro dónde poner los pies». 

-Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo. 

Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía: 

-¡Dame lo que está allí, Susana! 

Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó. 

-Es una calavera de muerto -dijo. 

-Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres. 

El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos. 

-Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana. 

Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre. 

Por eso reía ahora. 

-Supe que eras tú, Bartolomé. 

Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada. 

Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia. 



Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra. 

Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse. 

Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz. 

No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta: 

-¿Eres tú, padre? 

-Soy tu padre, hija mía. 

Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. «Se te está muriendo el corazón -piensa-. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón.» 

Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería. 

-¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! --dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos. 

El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo. 

Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas. 

El padre Rentería le dijo: 

-He venido a confortarte, hija. 

-Entonces adiós, padre -contestó ella-. No vuelvas. No te necesito. 

Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre le dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo. 

-¿Para qué vienes a verme, si estás muerto? 

El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche. 

El viento seguía soplando.


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ERA MEIA-NOITE e lá fora o ruído da água apagava todos os sons. 

Susana San Juan levantou-se devagar. Endireitou o corpo lentamente e se afastou da cama. Lá estava outra vez o peso, em seus pés, caminhando pelas beiradas de seu corpo; tratando de encontrar sua cara: 

— É você, Bartolomé? — perguntou. 

Achou que ouviu a porta gemer, como quando alguém entrava ou saía. E depois só a chuva, intermitente, fria, rodando sobre as folhas das bananeiras, fervendo em sua própria fervura. 

Dormiu e não despertou até que a luz iluminou os tijolos vermelhos, borrifados pelo orvalho entre a manhã cinza de um novo dia. Gritou: 

— Justina! 

E ela apareceu em seguida, como se já tivesse estado ali, envolvendo seu corpo num cobertor. 

— O que você quer, Susana? 

— O gato. Veio outra vez. 

— Coitadinha de você, Susana. 

Recostou-se sobre seu peito, abraçando-a, até que ela conseguiu levantar aquela cabeça e perguntou: 

— Por que você chora? Vou dizer a Pedro Páramo que você é boa para mim. Não contarei nada dos sustos que seu gato me dá. Não fica assim, Justina. 

— Seu pai morreu, Susana. Anteontem à noite morreu, e hoje vieram dizer que não há nada a ser feito; que já foi enterrado; que não puderam trazê-lo até aqui porque o caminho era muito longo. Você ficou sozinha, Susana. 

— Então era ele — e sorriu. 

— Veio se despedir de mim — disse, e sorriu.



MUITOS ANOS ANTES, quando ainda ela era menina, ele tinha dito: 

— Desça mais, Susana, e me diga o que está vendo. 

Estava pendurada naquela corda que machucava sua cintura, sangrava as suas mãos; mas que não queria soltar: era como se fosse o único fio que a unia ao mundo lá de fora. 

— Não vejo nada, papai. 

— Procura bem, Susana. Faz por encontrar alguma coisa. 

E a iluminou com sua lamparina. 

— Não vejo nada, papai. 

— Vou descer você mais. Avisa quando chegar no chão. 

Tinha entrado por um pequeno buraco aberto no meio das tábuas. Havia caminhado sobre tábuas apodrecidas, velhas, quebradas e cheias de terra pegajosa: 

— Desça mais, Susana, que você encontra o que estou dizendo.

E ela desceu e desceu balançando, ondulando na profundeza, com seus pés bamboleando sem ter onde os pôr. 

— Mais para baixo, Susana. Mais para baixo. Diga se está vendo alguma coisa. 

E quando encontrou apoio permaneceu ali, calada, porque emudeceu de medo. A lamparina circulava e a luz passava ao largo perto dela. E o grito lá do alto a estremecia: 

— Susana, me dá aquilo ali! 

E ela agarrou a caveira nas mãos e, quando a luz bateu em cheio, soltou-a. 

— É uma caveira de morto — disse. 

— Deve ter mais alguma coisa ao lado dela. Quero que você me dê tudo que encontrar. 

O cadáver se desfez em ossos; a queixada soltou-se como se fosse de açúcar. Foi dando a ele pedaço a pedaço até que chegou aos dedos dos pés e entregou falange por falange. E a caveira, primeiro; aquela bola redonda que se desfez entre suas mãos. 

— Procura mais um pouco, Susana. Dinheiro. Rodelas redondas de ouro. Procura, Susana. 

Então ela não soube dela, a não ser muitos dias depois no meio do gelo, no meio do olhar de gelo de seu pai. 

Por isso dava risada agora: 

— Adivinhei que era você, Bartolomé. 

E a coitada da Justina, que chorava sobre seu coração, precisou levantar-se ao ver que ela ria e que seu riso se transformava em gargalhada. 

Lá fora continuava chovendo. Os índios tinham ido embora. Era segunda-feira e o vale de Comala continuava empapando-se de chuva.



OS VENTOS CONTINUARAM soprando todos aqueles dias. Aqueles ventos que tinham trazido as chuvas. A chuva tinha ido embora; mas o vento ficou. Lá nos campos o milharal arejou suas folhas agora secas e deitou-se sobre os sulcos para se defender do vento. De dia passava manso; retorcia as heras e fazia ranger as telhas dos telhados; mas de noite gemia, gemia longamente. Pavilhões de nuvens passavam em silêncio pelo céu como se caminhassem roçando a terra. 

Susana San Juan ouve o golpe do vento contra a janela fechada. Está deitada com os braços atrás da cabeça, pensando, ouvindo os ruídos da noite; ouvindo como a noite vai e vem arrastada pelo sopro do vento sem quietude. Depois, o estancar seco. 

Abriram a porta. Uma rajada de ar apaga a lamparina. Vê a escuridão e então pára de pensar. Sente pequenos sussurros. Em seguida ouve a percussão de seu coração em palpitações desiguais. Através de suas pálpebras fechadas entrevê a chama da luz. Não abre os olhos. O cabelo está esparramado sobre sua cara. A luz acende gotas de suor em seus lábios. Pergunta: 

— É você, pai? 

— Sou seu pai, minha filha. 

Entreabre os olhos. Vê como se cruzasse os seus cabelos uma sombra sobre o teto, com a cabeça em cima da sua cara. E a figura borrosa aqui em frente, atrás da chuva de suas pestanas. Uma luz difusa; uma luz no lugar do coração, em forma de coração pequeno que palpita como chama pestanejante. “Seu coração está morrendo de dor” pensa. “Já sei que você veio me contar que Florencio morreu; mas disso eu já sabia. Não fique aflito pelos outros; não se apresse por mim. Eu tenho minha dor guardada num lugar seguro. Não deixe que seu coração se apague.” 

Ergueu o corpo e se arrastou até onde estava o padre Rentería. 

— Deixe que eu console você com meu desconsolo! — disse, protegendo a chama da vela com as mãos. 

O padre Rentería deixou que ela se aproximasse; viu-a cercar com as mãos a vela acesa e depois juntar sua cara ao pavio inflamado, até que o cheiro de carne chamuscada obrigou-o a sacudi-la, apagando a vela com um sopro. 

Então voltou a escuridão e ela correu para se refugiar debaixo dos lençóis. 

O padre Rentería disse a ela: 

— Eu vim confortar você, filha. 

— Então adeus, padre — respondeu ela. — Não volte aqui. Não preciso de você. 

E ouviu quando se afastaram os passos que sempre deixavam nela uma sensação de frio, de tremor e de medo. 

— Para que você vem me ver, se está morto? 

O padre Rentería fechou a porta e saiu para o ar da noite. 

O vento continuava soprando.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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